Opinión | Décima avenida
Joan Cañete Bayle
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Torre Pacheco: lo que sucede y lo que se percibe

La conversación pública vive una disonancia creciente entre percepción y hechos, entre emoción y datos, alimentada por la multiplicidad de emisores en la plaza pública y explotada por discursos extremistas

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Concentración en Torre Pacheco esta semana.

Concentración en Torre Pacheco esta semana. / Ivan urquizar

Esta vez fue en Torre Pacheco. Bajo las imágenes de disturbios vinculados a la inmigración, en los días de tensión en el municipio murciano subyace una de las características que define nuestra conversación pública: la distancia, la brecha entre lo que sucede y lo que se percibe, entre lo que muestran los datos y lo que cree —y siente— la ciudadanía, entre la realidad y el relato.

En este desajuste entre el mundo real y la percepción de él se juega hoy, en buena parte, el devenir de nuestras democracias liberales. Porque no es cierto que la calle esté tan insegura como algunos gritan, ni que los emigrantes colapsen los servicios públicos. Pero sí es cierto que mucha gente lo siente así. Y en política, muy a menudo, lo que se siente es lo que se vota.

No solo lo siente así; lo comunica de esta forma a través de las redes sociales. Y la extrema derecha lo utiliza y manipula para alimentar estas emociones, azuzar las reacciones más viscerales y construir un estado de ánimo, un relato y, por tanto, un marco mental y político. Sucede desde hace años en otros lugares: en los suburbios de París, en Chemnitz (Alemania), en Malmö (Suecia), a nivel macro en el fenómeno Donald Trump en EEUU. Países, ciudades y barrios en los que las cifras niegan una emergencia, pero donde una parte de la población siente que vive inmersa en una batalla diaria por su seguridad, su trabajo y los servicios del Estado del bienestar.

La multiplicación de emisores que participan en la conversación pública ha convertido la plaza, el ágora, en un espacio fragmentado en el que prima la experiencia subjetiva frente al análisis objetivo. En las redes sociales, cada uno emite su experiencia, muy a menudo negativa y en términos de denuncia y de agravio, y encuentra eco en una comunidad (su burbuja) que valida ese relato sin necesidad de contrastarlo con nada más que con la propia emoción compartida. Un pequeño vídeo sacado de contexto se convierte en prueba irrefutable de una invasión. Un bulo que liga nacionalidad y delito circula como pólvora. La conversación pública se polariza por la derecha y por la izquierda. Y en ese contexto, reina la extrema derecha.

Las redes son solo un reflejo de una división más profunda. Los políticos y, en gran medida, los medios viven la política —sobre todo las grandes cuestiones— en abstracto y en términos absolutos, ya sean ideológicos, partidistas, estratégicos o tácticos. Los ciudadanos, en cambio, se acercan a la política según les va: la seguridad, la inmigración, la desigualdad o la economía se viven en la calle, en casa, en el colegio del barrio, en la sala de espera del ambulatorio. Todo lo global se filtra por lo local. Y cuando ese filtro falla, cuando las políticas públicas no consiguen llegar a esa experiencia cotidiana, entonces reina el relato personal.

Los grandes temas de la conversación pública experimentan esta disonancia entre lo micro y lo macro. Y por debajo corren corrientes profundas. La conversación política sobre inmigración habla de derechos, de economía, de integración, de mercado laboral, de gestión de la convivencia. En cambio, en la conversación de los ciudadanos, la inmigración surge cuando se habla de educación, de sanidad, de servicios públicos, de vivienda, de seguridad, de identidad, de igualdad, de espacio público. Ahí las percepciones y la experiencia personal reinan sobre los datos. A ello, la política responde con tecnicismos, con datos fríos, con promesas que tardan años en notarse en la vida de la gente. Llega tarde y habla en otro idioma. Y, si es desde la izquierda, con un fatal negacionismo de la experiencia individual. Así, se produce una desconexión letal para el ecosistema de opinión pública democrática. Cuanto más se aleja la conversación de la vida cotidiana, más se polariza. Cuanto más se aleja la política del territorio, más espacio gana el populismo.

Por todo ello, es necesario reconstruir el espacio público de conversación. Recuperar el sentido del bien común frente a la experiencia individual. Volver a hablar de política en términos de proyecto colectivo, no de suma de agravios personales o basados en la identidad. Y, sobre todo, pisar la calle, bajar a ras de suelo, que es donde la conversación adquiere legitimidad. 

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